Cuando la guerra de Irak, una inteligente escritora de esa nacionalidad entrevistada por radio dijo que estaba de acuerdo con la lectura que se hacía acerca de las motivaciones últimas de la invasión, aclarando que sus opiniones estaban alejadas de cualquier defensa del régimen imperante en su país.
Le resultaba evidente que las grandes reservas petroleras era una de las razones  para el inicio de la guerra, más allá de la ingenua pretensión de los invasores de ser recibidos como libertadores que iban a llevarle la democracia, eso iba a producir un efecto dominó en toda la zona y  los regímenes autoritarios iban a ir cayendo, rendidos ante los vientos democráticos iraquíes.
Pero ella agregaba algo muy interesante: las mujeres iraquíes disfrutaban de una libertad para estudiar, para trabajar, para relacionarse, que en nada se parecía a la anulación que padecían en otros países de la zona. Como “daño colateral” las mujeres iraquíes sufrieron un fuerte retroceso en sus derechos.
Esta introducción me fue evocada por el relato de una colega supervisando el caso de una paciente que en un momento de lúcida comprensión, tras haberse quedado en paro, decía: “ahora sí que soy una esclava, me tengo que quedar en casa cuidando a los niños y dependo, para todo gasto de los ingresos de mi pareja”.
Por efecto inmediato de los recortes, muchos ven reducidos sus salarios, otros muchos pasan al paro, en buen número de hogares menguan las entradas, no hay paga extra de navidad, etc.
Pero más allá de estos efectos visibles, muchos pasan de trabajadores a esclavos y entre estos, una gran mayoría de mujeres, sin contar con que la mitad de nuestros jóvenes no puede acceder al mercado laboral.
Los recortes, tengan la magnitud que tengan, son una imposición frente a la cual lo único que podemos hacer es no ser cómplices de semejante estropicio. Quiere decir que ya sería una decisión personal recortar nuestra imaginación y nuestro pensamiento.
Fuimos habitantes, individuos, contribuyentes, ciudadanos, usuarios y ahora nos quieren regalar el collar de “coleccionistas de injusticias”. Mansamente, me niego a que nos cuelguen ese collar. Puede que no podamos ser libres, pero nuestras palabras sí pueden. La poesía y el psicoanálisis son todavía una posibilidad.