Hace unas pocas semanas, vino a verme en
México un grupo de jóvenes investigadoras de ciencias exactas, de Bioquímica.
Venían para solicitar mi participación en una mesa redonda sobre la creatividad
de la mujer. Entonces les pregunté que querían saber en especial, o como
querían que fuera mi intervención. Ellas me pidieron que les explicara cómo
había influido, cómo había impactado en mi carrera, el hecho de ser mujer; con
qué obstáculos me había encontrado.
Antes, ya me habían preguntado eso.
Mucho antes yo había dicho que no me perjudicó ser mujer. Al revés: era más
fácil, porque había muy pocas mujeres profesionales y, además, en el
psicoanálisis se podía, etc. Después, reflexionando un poco más, me di cuenta
de que no era tan simple la cosa.
Yo les quisiera contar ahora, lo que
pensé entonces desde mi lugar de mujer vieja a raíz del interrogante que me
plantearon esas mujeres tan jóvenes, tan lindas. Mujeres a las que les tengo
mucho respeto, porque son de ciencias exactas y ese es -o era- uno de los
terrenos casi exclusivo de los hombres. Fue así que pensando un poco sobre el
tema, modifiqué mi respuesta y les dije que sí, que había tenido que desafiar
obstáculos externos pero que, principalmente, les quería hablar de los
obstáculos internos; porque los seres humanos somos muy complicados,
internalizamos las prohibiciones, los prejuicios sociales, que después operan
desde adentro. Freud escribió sobre eso y Frantz Fanon -en Los Condenados de la
Tierra- nos lo dijo respecto al colonizado: el negro africano estaba colonizado
desde adentro, tenía al colonizador dentro. Nosotras las mujeres, también. Es
distinto en un sentido, pero el mecanismo de incorporación de las normas del
patriarcado es casi el mismo.
Los obstáculos que operan desde fuera a
los que me refería eran, sin duda, los que venían de la educación. Yo fui
criada a principios de siglo con ciertas obligaciones. Tenía que ser linda;
tenía que escuchar bien; no debía ser demasiado deportista; y, sobre todo, “hay
cosas que las mujeres no deben saber”. Imperativos que ahora ya no presionan
tanto como antes. Recuerdo bien que más o menos a los diez u once años, cuando
ingresé a la secundaria, en el Real Gymnasium, leí un libro muy famoso en ese
entonces, que estaba editado por la editorial Psicoanalítica. Era el,
supuestamente, auténtico "Diario de una muchacha adolescente". Todo
allí era fascinante. Aprendí mucho de ese libro. Claro, esa muchacha, la del
Diario, debía haber sido de dos o tres generaciones anteriores a la mía, pero
me quedó muy grabado. Entre otras cosas, la descripción de una discusión que había
sostenido con su hermano. Su hermano iba al Gymnasium y estudiaba latín -eso
era lógico- y ella decía en un momento, en la mesa: " yo quisiera también
estudiar latín". Y él respondía : "¡Uf!, un cerebro de mujer no esta
capacitado para el latín. ¡Imposible!". Bueno, yo leí este libro. No
quiero ahora acusar al libro pero yo, en latín, era pésima. Era tan mala en
latín y era tan mala en ciencias exactas, en matemáticas, en física y en
química, que tenía que dar siempre exámenes extras. Ahora bien, ¿porqué una
mujer no podía aprender estas cosas?. Yo estaba muy convencida de esa
imposibilidad; era así a pesar de que iba a un colegio de mujeres y había otras
chicas que si lo aprendían.
Otro obstáculo es el que se refiere al
amor. ¿Recuerdan las novelitas rosas que leen las niñas? O, qué leían las
niñas, antes. Pues bien: yo leí los autores alemanes, lógicamente. Y allí la
cosa era así: las niñas pensaban en el amor, se enamoraban de alguien que
(frente a mi perplejidad, porque yo me crié en una época en que los hombres se
afeitaban todos) tenía barba, y bigotes que pinchaban -muy emocionante- en el
primer beso. Tal vez ahora a Uds. les parece natural porque la mayoría de los
varones van así pero para mí era muy raro y muy excitante. Bueno, luego, se
casaban y ahí terminaba la novelita. Entonces yo, como otras chicas, vivía
obsesionada por el amor. Por eso no podía estudiar. Pero también por ser mujer.
Ahora bien, ¿qué me pasó con las matemáticas en especial?. En el bachillerato
teníamos que dar -escrito- un examen muy duro y, si una fallaba en el escrito,
había que pasar al oral. Yo, unos meses antes del examen, pedí a un estudiante
de ingeniería, a un hombre, que me explicara matemáticas. El estaba en el Real
Gymnasium donde las matemáticas tienen un alto nivel y, bueno, las entendí en
pocas semanas. Pensándolo después, las estudié y las aprendí porque me fecundó
(simbólicamente, porque no hubo nada entre nosotros) un hombre. Me fecundó con
las matemáticas que, de golpe, me resultaron fáciles. Súbitamente, las matemáticas
me resultaron sencillas en el bachillerato. Lo recuerdo muy bien: había cuatro
problemas por resolver. Y yo los resolví en un tiempo récord. Los transcribí en
un papel que llevé al baño para esconderlo allí en un lugar adecuado, cuestión
que algunas compañeras -menos fecundadas que yo- pudieran aprovecharse y
copiarse. Así es que me fue muy bien en matemáticas. Después, en la Universidad
de Viena, Facultad de Medicina: una mujer cada cinco hombres. En la Universidad
me fue muy bien, también, pero gracias a que usé “malas artes”: usé artes de
mujer.
Anatomía era allí la materia más
importante; era ‘‘la materia “filtro”. Teníamos dos años y medio de Anatomía, y
si una había pasado esta asignatura, el empleado de la limpieza le preguntaba:
-Señorita, ¿ha aprobado anatomía?”
-Sí
-La felicito, doctora.
Este era el paso. Pero nuestro profesor de anatomía -aunque era socialdemócrata- no quería que las chicas estudiasen Medicina. Entonces, ¿qué hice yo?. Ahora me da vergüenza contarlo pero fue así: me senté en la primera fila en un auditorio grande y lo miré, y lo miré, y lo miré. Así, así, así, y lo miré durante dos años. Cuando fui al examen yo, para él, era como una hija, una novia, no sé, algo así. Entonces él me quiso ayudar. Comenzó el examen y yo me quedé en blanco, pienso ahora que por toda esa situación tan conflictiva. El era famoso porque suspendía a mucha gente y yo ahí... Me preguntó una cosa, me preguntó otra cosa y yo, nada. Entonces, para ayudarme, me hizo la pregunta femenina:
-Señorita, ¿si Ud. viaja en el tranvía y al lado suyo hay una mujer al final del embarazo que, de golpe, comienza con trabajo de parto qué hace usted?
Ahí, sí pude contestarle:
-Tomo al niño y corto el cordón.
-¿Dónde?
-Bueno, hay que poner una mano entre el ombligo del niño y el corazón, y ahí se corta.
Eso lo sabía y, desde este momento, el examen fue de primera y obtuve una excelente nota, a pesar del “blanco” inicial. Pero lo obtuve con “malas artes”. “Malas artes”: artes femeninas.
Y no fue la única vez. Hubo otra situación semejante a ésta pero que la justifico mucho más.
Entonces ya estábamos en el austrofascismo, con mucho antisemitismo. Por un lado estaban los profesores antisemitas y por el otro, yo, con un aspecto neutro, con un apellido neutro. No parecía judía pero tampoco pasaba por aria pura. Entonces recurrí a otro “arte femenino”. Había estudiado antes de los exámenes pero no demasiado a raíz de la militancia política. Así que me dejé crecer el pelo, me hice un peinado muy alemán (consiste en dos trenzas alrededor de la cabeza) con el que parecía una campesina. Y, ya se sabe, para los nazis no había nada mejor que una campesina semirrubia con ojos claros: esa sí que, seguramente, era una aria. Bueno, me fue muy bien en los exámenes. Nunca desaprobé ningún examen de Medicina.
Ahora bien, todo eso suena divertido, fue un triunfo para mí, pero tiene sus consecuencias, porque si una adquiere las cosas así, nunca cree del todo en sí misma, en su talento; una nunca está segura sobre la legitimidad de lo que adquirió; siempre queda la duda sobre si se lo regalaron o si es fraudulento. Yo, por ejemplo, hasta hoy en día tengo dificultades con ciertos problemas difíciles. Pregunté diez veces hasta entender qué es la epistemología. Ahora lo sé. Pero a una le queda un resto de todo eso: la idea de que a una se lo regalaron porque trampeó, o porque era una chica linda. No como a los hombres. Ellos saben que tienen derecho. Ellos dicen: “lo estudié y me lo merezco”. En cambio las mujeres nunca sabemos si nos merecemos el lugar en donde estamos o no, y ese se constituye es uno de esos obstáculos internos a los que aludía al principio.
-Señorita, ¿ha aprobado anatomía?”
-Sí
-La felicito, doctora.
Este era el paso. Pero nuestro profesor de anatomía -aunque era socialdemócrata- no quería que las chicas estudiasen Medicina. Entonces, ¿qué hice yo?. Ahora me da vergüenza contarlo pero fue así: me senté en la primera fila en un auditorio grande y lo miré, y lo miré, y lo miré. Así, así, así, y lo miré durante dos años. Cuando fui al examen yo, para él, era como una hija, una novia, no sé, algo así. Entonces él me quiso ayudar. Comenzó el examen y yo me quedé en blanco, pienso ahora que por toda esa situación tan conflictiva. El era famoso porque suspendía a mucha gente y yo ahí... Me preguntó una cosa, me preguntó otra cosa y yo, nada. Entonces, para ayudarme, me hizo la pregunta femenina:
-Señorita, ¿si Ud. viaja en el tranvía y al lado suyo hay una mujer al final del embarazo que, de golpe, comienza con trabajo de parto qué hace usted?
Ahí, sí pude contestarle:
-Tomo al niño y corto el cordón.
-¿Dónde?
-Bueno, hay que poner una mano entre el ombligo del niño y el corazón, y ahí se corta.
Eso lo sabía y, desde este momento, el examen fue de primera y obtuve una excelente nota, a pesar del “blanco” inicial. Pero lo obtuve con “malas artes”. “Malas artes”: artes femeninas.
Y no fue la única vez. Hubo otra situación semejante a ésta pero que la justifico mucho más.
Entonces ya estábamos en el austrofascismo, con mucho antisemitismo. Por un lado estaban los profesores antisemitas y por el otro, yo, con un aspecto neutro, con un apellido neutro. No parecía judía pero tampoco pasaba por aria pura. Entonces recurrí a otro “arte femenino”. Había estudiado antes de los exámenes pero no demasiado a raíz de la militancia política. Así que me dejé crecer el pelo, me hice un peinado muy alemán (consiste en dos trenzas alrededor de la cabeza) con el que parecía una campesina. Y, ya se sabe, para los nazis no había nada mejor que una campesina semirrubia con ojos claros: esa sí que, seguramente, era una aria. Bueno, me fue muy bien en los exámenes. Nunca desaprobé ningún examen de Medicina.
Ahora bien, todo eso suena divertido, fue un triunfo para mí, pero tiene sus consecuencias, porque si una adquiere las cosas así, nunca cree del todo en sí misma, en su talento; una nunca está segura sobre la legitimidad de lo que adquirió; siempre queda la duda sobre si se lo regalaron o si es fraudulento. Yo, por ejemplo, hasta hoy en día tengo dificultades con ciertos problemas difíciles. Pregunté diez veces hasta entender qué es la epistemología. Ahora lo sé. Pero a una le queda un resto de todo eso: la idea de que a una se lo regalaron porque trampeó, o porque era una chica linda. No como a los hombres. Ellos saben que tienen derecho. Ellos dicen: “lo estudié y me lo merezco”. En cambio las mujeres nunca sabemos si nos merecemos el lugar en donde estamos o no, y ese se constituye es uno de esos obstáculos internos a los que aludía al principio.
Publicado por Pilar Iglesias Nicolás entrevista para la Agencia de Noticias TELAM 2010